Algún maricón jubilado montaba guardia en la entrada del urinario como araña en su tela, pacientemente, y cuando yo entraba jadeante y sudoroso se apresuraba para ver qué podía pillar. Se situaba a mi lado y con ojillos vidriosos observaba como meaba mientras resopabla suavemente y se masajeaba sin mucho éxito su arrugada chorrita. Cuando terminaba me la sacudía más veces de lo necesario y más sensualmente de lo habitual para exhibirme ante el anciano, que en ese momento ya lo solía tener algo duro.
Una mañana, exhibiéndome, y sin saber por qué, comencé a acariciármela y a masturbarme lentamente. Me giré un poco para que el viejo pudiera verme.
- Qué buena polla tienes-, dijo halagándome, mientras él se la meneaba.
Yo estaba como ebrio, me temblaban las rodillas y el miembro de aquel hombre brillaba babeante.
- Tócamelo-, le invité mientras se lo ofrecía palpitando rítmicamente.
La expresión de su rostro cambió, arrugándose aún más si cabía, y aquel decrépito ser comenzó a acercarse alargando la mano huesuda.
- Mejor me la tocas tú a mí, ¿no te parece?-, me espetó agarrándome bruscamente la mano y poniéndola sobre su babosa chorra semierecta.