2 de marzo de 2009

Antonio, el aséptico.

Yo era sólo un adolescente y aquella noche sevillana no había gente ya por la calle. Era lo normal en un día entre semana a esas horas. Volvía del cine al que ninguno de mis compañeros del piso de estudiantes me había querido acompañar porque la peli era para ellos infumable.
El Prado de San Sebastián daba un poco de miedo cruzarlo pero lo hice porque había oído que era un sitio, que hoy llamaríamos de cruising, y que entonces tan sólo era una explanada ajardinada donde los maricones iban buscando sexo instantáneo en una época en que todavía no se hablaba de pandemias mortíferas relacionadas con el sexo. No había nadie, así que convení en que se trataría de una leyenda urbana más cuando a mi lado paró de pronto un citroen 2CV conducido por un barbudo con pelo a lo afro que me miraba invitándome a subir. Estaba aterrado pero me monté sin pensarlo mucho y tras una corta conversación trivial paró en un callejón oscuro justo antes de llegar a casa. El rondaría los treinta y lo que pasó en ese callejón constituía un delito para él debido a mi corta edad. Él llevó las riendas todo el rato, desde los tres lametones escasos que me dio en la polla mientras me acariciaba el ojete hasta las atragantadas inacabables que me dio con la suya sujetándome la cabeza. Yo había intentado comerme aquella boca carnosa enmarcada por la frondosa barba pero él había desestimado mi insinuación.
Estaba a punto de correrme mamando aquel rabo cuando me sorprendió saliendo de sopetón del 2CV para pajearse en el callejón de espaldas a mí. Me dejó con la boca y la polla babeando y ni siquiera pude ver como brotaba la leche mientras se corría. No quería manchar el coche de fluídos, ni suyos ni míos, por lo que me invitó a guardarme la polla, erecta todavía.
Aún así quedé con él para otro día en su casa. Y fue más de lo mismo. Nada de manchas en las sábanas, así que se corrió dentro de mi culo mientras me pajeaba sujetándome el prepucio para evitar que mi leche, pues eso, manchara la cama. Se notaba que tenía práctica en cerrar pollas el tío. Tampoco me invitó a dormir en su casa pero, eso sí, me llevó a casa en su 2CV. Muy considerado él.
En aquel momento no me importó mucho porque nos habíamos fumado un cigarrito de la risa, pero a la mañana siguiente mientras me miraba en el espejo del baño decidí que si todos los tíos eran así no quería ser maricón en el futuro.

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