La sala está llena de uniformes blancos, de voces deseosas de expulsar precipitadamente información y de oídos abiertos de par en par. Yo, aunque también de blanco, estoy como invitado, pero tú esperas tu turno para contar lo interesante a quienes te relevan. Enseguida he reparado en ti. Y tú en mí.
No nos habíamos visto antes a pesar de trabajar tan próximos y por eso he pensado que la curiosidad ha hecho que nos hayamos cruzado varias miradas giocondas. Pero cuando el tiempo se ha enlentecido, las voces se han emborronado perdiendo significado y nuestras miradas se han mantenido pegajosas venciendo las interrupciones de los compañeros moviéndose inquietos entre nosotros, he llegado a sospechar que no es cuestión de curiosidad.
Mientras estimo que tu edad es poco más que la mitad que la mía presencio tus gestos y tu voz dirigidos a otros, pero tus ojos continúan siendo míos. Y los míos tuyos.
Alguien te ha preguntado por tu mujer y has aprovechado para romper esta continuidad. Alguien me ha preguntado qué hacía allí y le he dicho que mañana empezaba a trabajar con ellos. Con él.
Una última mirada de despedida. Esta vez corta. Es que nos esperan en casa.
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