El mediodía de cada sábado los dedicaba el hombre a escuchar música y era aquél el único momento de la semana en que manifestaba sentimientos. Sus manos eran rudas y encalladas por el trabajo y el niño, cada mediodía de los sábados, se las cogía con las suyas menudas y se las manoseaba por arriba y por abajo absorto ante la dureza y tamaño de aquellos dedos incapaces de ser extendidos en su totalidad. De vez en cuando mientras palpaba aquellas manos lo miraba a la cara mientras el hombre, distraído, perdía su vista por la ventana dedicándole alguna que otra vez una sonrisa muda.
El pickup sonaba indecentemente acribillando los singles de vinilo de El Chocolate y Paco Toronjo pero el niño, cuando realmente pegaba el oído, era cuando Karina soltaba sus flechas del amor que era el único pop que le gustaba al hombre contrastando duramente con el resto del repertorio.
Tampoco faltaba a la cita de los sábados aquella voz afectada que tanto fastidiaba al niño pero que quedó para siempre grabada en su memoria. Cuando sonaba, el hombre miraba serio al niño pero al final, sin embargo, terminaba por darle siempre una seca caricia con aquellas castigadas manos.