El suroeste es un lugar perdido, de paso para casi ninguna parte. De noche se oye el silencio, de día el revuelo de los gorriones y, a veces, los graznidos de gaviotas despistadas por alguna tormenta. El rumor retardado de aviones que dejan su rastro, blanco y nuboso, por el cielo más azul salpica las mañanas rompiendo su monotonía cromática.
El melodioso y casi imperceptible gemido de Diógenes solicitando respirar el aire fresco de la calle, del campo, anuncia su hocico frío aproximándose entre las sábanas. Abro los ojos y miro a la ventana, y aprovecho ese momento de paz. Ese que precede, irremediablemente, a enfrentarme cada día a mí mismo.
1 comentario:
Pocas veces he disfrutado de amaneceres como este que describes porque siempre eran prestados, impostados...de vacaciones.
El encuentro con nosotros mismos se produce sin embargo en todas las latitudes.
Amanece, que no es poco, que dijo aquel.
Un abrazo
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